La frase es cierta, como podemos leer en la biografía del emperador Claudio a cargo de Suteonio, pero el contexto y los personajes son otros. Dice el biógrafo:
(…) antes de emprender las obras de desagüe del lago Fucino, celebró en él una naumaquia. Pero cuando los que iba a participar en ella gritaron: «¡Ave, césar, los que van a morir te saludan!», respondió: «¡O no!», y después de estas palabras, todos se negaron a luchar, como si se les hubiera dado permiso para ello; Claudio entonces estuvo un buen rato dudando si hacerlos perecer a todos a hierro y fuego, pero al fin saltó de su asiento y, corriendo de un lado a otro alrededor del lago, no sin un balanceo vergonzoso, los forzó a combatir entre amenazas y exhortaciones. (Vida del divino Claudio, 21.6; trad. de Rosa M.ª Agudo Cubas, Gredos, 1992).
Es decir, no fueron gladiadores quienes la pronunciaron, sino unos prisioneros obligados a participar en una naumaquia en un lago (sobre naumaquias en el Coliseo, si eso se hablará en otra ocasión). Ello no ha impedido que, gracias al arte –el famoso cuadro de Jean-Léon Gérôme Ave Imperator Morituri te salutant (1859), por ejemplo– y popularizada por el cine y las series de televisión, la frase forme parte del imaginario colectivo.
Como el gesto del pulgar hacia arriba o abajo para perdonar la vida o condenar a muerte por parte de los emperadores, el pollice verso para condenar a muerte también surge del homónimo cuadro de Gérôme pintado en 1872): se da por sentado que esa decisión era uno de los momentos cumbre de un combate gladiatorio y que determinaba si un gladiador derrotado era perdonado por el valor mostrado en el combate o rematado por haber sido derrotado. En realidad, y como relatan Fernando Lillo Redonet y María Engracia Muñoz-Santos en Gladiadores. Valor ante la muerte, que publicaremos en esta casa a principios de octubre, no sabemos cómo el público expresaba su voluntad de perdonar o condenar a un gladiador vencido.
Ello no quiere decir que el público no expresara su opinión y que esta no fuera recibida, y valorada, por el emperador romano, y podía ser una opinión voluble y diversa:
Las multitudes se comportaban de diferente manera. Podían ser crueles un día y benévolas al siguiente, tranquilas y ordenadas en un contexto y violentas y agresivas en otro. No debemos esperar que las multitudes romanas muestren reacciones fijas a ninguno de los acontecimientos de los juegos (…) Pero lo que también está claro es que los juegos eran de suma importancia para los romanos y que formar parte de una multitud generaba poderosas experiencias emocionales, profundos sentimientos de conexión con lo que se pensaba que de verdad importaba en la vida y una sensación de propósito y empoderamiento. Ninguna muchedumbre era un simple bulto pasivo que se empapara de lo que le pusieran por delante como teleadictos de la Antigüedad. (Jerry Toner, capítulo V de El día que el emperador mató a un rinoceronte. Cómo entender el circo romano, Madrid, Siruela, 2024, edición digital).
Los que van a morir, gladiadores en Amazon
Es importante tener en mente estas palabras de Toner, pues al ver los capítulos de la miniserie Los que van a morir (Those About to Die, Peacock, 2024), disponible en la plataforma Prime Video de Amazon, vemos muchas de esas actitudes en los espectadores del Circo Máximo primero y del recién inaugurado Coliseo después. Desarrollada por Robert Rodat, y con la dirección del efectista Roland Emmerich y de Marco Kreuzpaintner a partes iguales, la ¿miniserie? de diez episodios adapta el exitoso libro Those About to Die de Daniel P. Mannix, publicado en 1958 y reeditado en 2001 como The Way of the Gladiator –en castellano contamos con la traducción que publicó Nowtilus bajo el título Breve historia de los gladiadores en 2009–; y, además de personajes históricos y otros ficticios, hace bastante hincapié en algunos de los personajes que aparecen en ese libro, si bien los adapta a su conveniencia.
Así, en lugar del auriga hispano Diocles, tenemos a Scorpus (Dimitri Leonidas), que vivió en época de los flavios (aunque su época más gloriosa se produjo unos quince años después de lo que se muestra en la serie); aparece el gladiador Flamma (Martyn Ford), aunque este desarrolló su carrera en el siglo II d.C.; se menciona al venator Carpóforo, coetáneo de Marcial, que lo enaltece en su Libro de los espectáculos, pero que aquí no tiene un papel activo. En su lugar, tenemos a secundarios ficticios, con mayor o menor desarrollo, como el auriga Xenon (Emilio Sakraya), rival de Scorpus en los azules; los hermanos hispanos Fonsoa (Pepe Barroso), Andria (Eneko Sagardoy) y Elia (Gonçalo Almeida) –no se han currado mucho los nombres, la verdad sea dicha, como iremos viendo en relación a los personajes ficticios– que han llegado desde la Bética para ofrecer sus caballos «andalusians» (en la versión original); y el prisionero númida Kwame (Moe Hashim), que se enfrentaba a y capturaba leones en el norte de África y que llevado a Roma con sus dos hermanas, acaba en el Ludus Magnus como gladiador y hará buenas migas con otro gladiador de origen esclavo, el norteño Viggo (Jóhannes Haukur Jóhannesson), y tendrá al brutal Flamma como su némesis.
Luego volveremos al resto de personajes, en particular los históricos. Hablábamos del público y de sus reacciones ante los espectáculos, que en esta serie, al margen de lo que da a entender el título, comienza poniendo toda la carne en el asador en las carrera de cuadrigas en el Circo Máximo y, de manera paulatina, presenta los combates de gladiadores en esa arena y, una vez inaugurado, en el Coliseo, trama que se desarrolla en los dos últimos episodios. Ese público asiste enfervorizado a las carreras en el Circo y tiene como ídolo a Scorpus –toda una rockstar, para quien lo importante es beber, foll… (ya me entendéis) y ganar carreras que le permitan seguir con su vida de excesos–; en cuanto a los combates gladiatorios, la estrella del público en los primeros capítulos es Flamma: una mole ultramazada (el actor que lo interpreta es culturista), invencible y de quien se dice que ha renunciado a la rudis, y en consecuencia a la libertad, hasta cuatro veces, y que disfruta matando con sadismo a sus rivales, en realidad víctimas.
Los combates gladiatorios se hacen esperar, pero no por ello se resiente la serie, pues las carreras en el Circo Máximo también son un pilar en esta miniserie; de hecho, en los capítulos segundo y tercero asistimos a los entrenamientos de los gladiadores en el Ludus Magnus, muy cercano –como era en realidad– a un Coliseo casi acabado, aunque anacrónico: para esta época, últimos tiempos del reinado de Vespasiano, el cuarto piso, que a su vez soportaba el velarium no estaba construido (no lo estaría hasta unos años después). Los juegos gladiatorios, por tanto, se celebran en el Circo Máximo, lo cual a más de uno le extrañará –¿cómo podía gran parte del público contemplarlos con la spina tapándoles la escena?–, pero lo cierto es que antes de la inauguración del Coliseo se realizaron allí venationes y munera de gladiadores. No es hasta la parte final del tercer episodio que asistimos a una pugna entre Flamma, como tracio, y Colon, como mirmilón. El público celebra con vítores la masacre que realiza Flamma sobre el pobre Colon (no entraremos en detalles) y parece disfrutar con la manera gratuita con la que se vierte la sangre a la primera cambio. Apenas unas pocas fintas y poco espectáculo en sí, que era precisamente lo que el público «entendido» esperaba ver: un buen combate, no una carnicería que durara apenas unos breves momentos. A lo largo de la serie, en este y otros combates, la «sensación» del público es epidérmica y visceral: aplaude la masacre, celebra cada herida y cada chorro de sangre que se vierte, rechaza que no haya acción, han ido a ver sangre y esperan verla; en el episodio final, por ejemplo, un espectador se enfada y exige que le devuelvan «su entrada» cuando dos gladiadores no parecen dispuestos a luchar entre sí; claro, como si en la inauguración del Coliseo, que es la ocasión que se muestra, uno hubiera pagado una «entrada» y no disfrutado de la munificencia, el panem et circenses, que le ofrece el emperador…
Ello no impide que en ese mismo episodio la actitud del público cambie radicalmente y, presa de la emoción, exija al emperador que salve la vida de uno de los combatientes; en un episodio anterior, también observaremos cómo su enfervorizada pasión por un gladiador pasa, casi ipso facto, a la de su rival y se «exige» que se salve la vida de este último. Al ver esas secuencias, y otras parejas –y también cuando observamos cómo la adoración popular por el auriga Scorpus pasa a otros, para pasmo y enfado del primero–, nos pueden venir a la cabeza las palabras de Toner, si bien uno esperaría que la cosa no fuera tan improvisada, no de un día para otro, sino de prácticamente un minuto al otro. Pero el público es soberano, suele decirse, y Vespasiano y Tito, no tanto Domiciano, se preocupan (no siempre) por escuchar el parecer del público, el pueblo de Roma, al que quizá se «soborne» con pan y circo, pero cuya voz conviene tener en cuenta, por más que no se quiera dejarse llevar por ella.
No tenemos intención de «destriparle» al lector de estas líneas/espectador de la serie los diversos combates que se disputan a lo largo de la miniserie, como tampoco de las vicisitudes varias relacionadas con el otro espectáculo de masas, las carreras en el Circo Máximo. Pero sí podemos llegar a una primera conclusión y considerar que los guionistas de esta serie no han querido hacer un Spartacus sin más (serie de Starz: 2010-2013), con sangre que se derrama de manera exagerada –aun cuando la cabecera de esta miniserie que comentamos incida precisamente en eso: en ríos de sangre que inundan la Roma de edificios de mármol blanco–, sino que detrás de cada combate (y de cada carrera de cuadrigas) hay un mundo mucho más complejo que el que el espectador pueda limitarse a percibir: el entrenamiento tanto de gladiadores como de los aurigas, y el adiestramiento de los caballos (y quien tenga los mejores podrá ser un Scorpus); la búsqueda del estatus de ídolo local por parte del auriga o de la libertad del combatiente esclavo –otra de las falacias en las que a menudo se cae: el gladiador como mero esclavo, como si no existieran los auctorati (leed el libro de Lillo y Muñoz-Santos cuando salga)–; el entramado a lo mafioso de las apuestas en el Circo, que por momentos te ha pensar en películas como El golpe (George Roy Hill, 1973); el rol de las facciones/colores (azul, verde, rojo, y blanco) controladas aquí por «accionistas» y senadores que apenas se erigen en contrapeso político de los emperadores (hasta cierto punto, claro); el flamante Coliseo como un espacio «popular» aunque haya sido construido a instancias de los césares, y sobre el que los avariciosos senadores quieren meter sus manos, mientras que individuos surgidos de las cloacas dirigen sus hilos; el Circo Máximo, y en última instancia el Coliseo, como espacios donde los que no pertenecen a la élite pueden desarrollar una «carrera», ya sea asiendo las riendas de los veloces caballos o sosteniendo la sica, el gladio, el escudo y el tridente en la arena del anfiteatro.
Los protagonistas de Los que van a morir, de emperadores a gladiadores
Hay que decir, pues, que la serie si peca es por ambición, pero no por superficialidad. Muchos ámbitos y muchos personajes, quizá demasiados. Para empezar, y es lo que llamará la primera atención, de los espectadores, tenemos a los miembros de la dinastía Flavia: Vespasiano (69-79 d.C.) y sus hijos Tito (79-81) y Domiciano (81-96). La serie se centra en los últimos tiempos de un Vespasiano anciano (interpretado por Anthony Hopkins), ya de vuelta de todo, y que elige a su hijo mayor, Tito (Tom Hughes), su mano derecha en la guerra en Judea –él fue quien tomó y destruyó Jerusalén mientras su padre regresaba para hacerse con el trono imperial en aquel Año de los Cuatro Emperadores– como sucesor frente al menor, Domiciano (Jojo Macari), a quien no ve lo suficientemente preparado para asumir la púrpura imperial.
A nivel de caracterización «histórica» de los personajes, el espectador/lector reconocerá algunos de los trazos que sabemos de los tres personajes, gracias sobre todo a Suetonio: por ejemplo, la anécdota sobre el dinero «que no huele» (non olet) cobrado por el impuesto a la orina o el momento de la muerte de Vespasiano, cuando pide que le pongan de pie para recibir así a la parca y decir con su sorna habitual «creo que me estoy convirtiendo en un dios». En el caso de Tito, personaje con mucha menos chispa de la que uno podría esperar, se presenta con una actitud taciturna, destaca su imagen como militar por encima de todo y se recrea su relación con la reina judía Berenice (Lara Wolf), despreciada por la (cuando interesa) pacata sociedad romana y que enfurece a su padre, que exige que la aparte de su vida. A la postre queda un Tito soso y que apenas demuestra tener sangre en las venas, ¿qué fue del «amor y la delicia del género humano» (Suetonio dixit en su biografía del personaje).
Con Domiciano, en cambio, y teniendo en cuenta que sabemos poco de él durante los reinados de su padre y hermano mayor, tenemos a un personaje más abierto: el villano de la serie, el «político» por antonomasia frente al carácter marcial de Tito, el ambicioso que hará lo que sea por medrar tanto en los negocios (sus participaciones en el Coliseo y el Ludus Magnus, sus apuestas en las carreras de caballos en el Circo) como en la política palaciega y en la administración imperial. Un personaje viscoso, cruel, «vicioso» –en él se centra la cuestión homosexual que toda serie de este tipo pone como calzador, y que tiene en Hermes (Alessandro Bedeti) a su amante, compinche y, no queda claro del todo, esclavo–, vengativo (su obsesión con Kwame roza lo paródico) y desconfiado. No sabemos si la miniserie tendrá continuidad con una nueva temporada –pasando a ser serie–, pero desde luego que con Domiciano como malvado tendría todas las de ganar.
La caracterización física de este trío de personajes históricas ya es harina de otro costal. Si por algo destacan los flavios en la escultura es por reflejarlos como rubicundos miembros de la «burguesía» italiana que medró con los julio-claudios, hasta el punto de alcanzar la primera línea política. Y los genes se transmiten de padre a hijos, como podemos observar en muchos bustos y estatuas de los tres personajes: fuertotes, «feos», campechanos. Anthony Hopkins sí parece darle un aire al sencillo Vespasiano, aun cuando en la miniserie se le da una cierta aura reverencial; pero cuesta imaginar en el espigado y barbudo Tom Hughes al Tito que tenemos en mente, mientras que Jojo Macari solo en ocasiones recuerda a Domiciano por alguna imagen suya. Obviamente, esto es un producto televisivo, no un documental, pero sí llaman la atención los actores seleccionados. Sobre Berenice, se incide en un cierto exotismo orientalista en su caracterización, algo que también era de esperar en un producto de estas características.
Frente a los personajes históricos, y acompañando a aquellos reales que Mannix convirtió en materia casi literaria en su libro, la serie pone como protagonista a Tenax –el galés Iwan Rheon, que sustituyó al actor previsto, Lorenzo Richelmy, protagonista de la serie Marco Polo (Netflix: 2014-2016)–, el líder de una red «mafiosa» de los bajos fondos de Roma, a medio camino entre un Fagin que dirige una red de pilluelos y un Tony Montana, y que dirige una taberna en la que se hacen apuestas sobre las carreras de cuadrigas. La elección de Rheon en este rol parece acertada, si bien cuesta no ver en los primeros capítulos al sádico Ramsay Bolton de Juego de tronos: un personaje salido del arroyo, acostumbrado a la violencia cotidiana, dispuesto a todo por conseguir lo que se propone, pero con un cierto sentido de la lealtad y un honor, por callejero que sea. Encontrará en Cala (Sara Martins), la comerciante númida madre del gladiador Kwame y de dos hijas vendidas como esclavas, Aura (Kyshan Wilson) y Jula (Alicia Edogamhe) –lo de la peculiaridad de los nombres para los personajes plebeyos o provinciales en esta miniserie es digna de estudio– a la horma de su zapato: empleada, colaboradora, confidente y persona que, a pesar de todo, jamás le mentirá.
La relación entre ambos, que va creciendo a lo largo de los capítulos, no acaba siendo romántica o sexual, como sí sucederá con otros personajes secundarios, se nutre de una complicidad forzada por las circunstancias del día a día (o, en este caso, del capítulo a capítulo), y permite ver una mirada, si bien algo exagerada en ocasiones, de unos bajos fondos romanos y con todos los tópicos que se esperan sobre sexo y burdeles y violencia en las calles, sobre todo de noche. Este es quizá otro de los alicientes de la serie: sin llegar al manierismo neorrealista de Federico Fellini en su Satyricon, la miniserie ofrece una imagen interesante de la vida en las calles, tabernas y locales de mala fama que, aun pareciendo en ocasiones algo extemporánea –da la sensación a veces de estar en el arrabal de una ciudad medieval en el norte de África o el Levante musulmán–, sí capta la dureza cotidiana de la vida del pueblo llano en barrios como la Subura, alejados de las zonas más acomodadas de la Urbe romana.
Donde la miniserie patina es en la imagen que ofrece de los senadores, o de algunos en particular. Se pone el foco en uno de ellos, Marsus Servilius (Rupert Penry-Jones). [Nota: ¿Marsus es praenomen?, suena rarísimo para un senador de época altoimperial, y roza la parodia del famoso «Máximo Décimo Meridio» de Gladiator, que ni sabe cómo se llama]. Un personaje que además es cónsul y tiene intereses comerciales en una de las facciones del Circo Máximo, los azules, algo que de por sí resulta peculiar. Junto a su esposa, Antonia (Gabriella Pession), ambos pugnan por hacerse con el control de esa facción, en manos de una ambiciosa mujer, Caltonia (Angeliqa Devi) y, con otros senadores/líderes de facciones –Leto (Vincent Riotta) para los blancos, Torel (Michael Bundred) para los rojos y Sepulcius (Marco Gambino) para los verdes; lo dicho, los guionistas no han trabajado nada los nombres– se opondrán a que Domiciano establezca una nueva facción, la dorada, en manos de Tenax.
Por si no fuera suficiente el mejunje social entre formar parte de la élite y mangonear en asuntos «infames», Marsus y Antonia tienen una hija, Cornelia, que además es una vestal; teniendo en cuenta que formaban parte de este colegio sacerdotal las hijas de la élite romana, y que se procuraba que fueran hijas de intachables familias, resulta extraño todo el mondongo que rodea a unos personajes que, además, se presume que son la crème de la crème de la sociedad romana. Unos senadores que no es que se muestren como un contrapoder «lógico» de los emperadores, sino que navegan entre la inactividad política y una conspiración de tres al cuarto sobre la que no entraremos. Pero de lo que se trata es de meter toda la carnaza posible.
Un producto televisivo que funciona muy bien
Tantos personajes, de tantos estratos sociales diversos, resultan a priori excesivos, pero hay que decir que a medida que avanzan los capítulos la cosa se pone interesante y la miniserie de Amazon destaca por lo tremendamente entretenida que es. Quizá tarden en aparecer los combates gladiatorios –al respecto, puede el lector contrastar lo que ve en algunos capítulos con lo que puede leer en el relanzado número sobre los gladiadores en Arqueología e Historia– y se ponga mucha, quizá demasiada, carne de Circo Máximo en el asador; quizá se abarcan demasiados escenarios y demás vicisitudes, pero todo funciona, a nivel de trama, bastante bien, dejando al margen cuestiones como que desde Roma capital no se percibiría la erupción del Vesubio (ni llegarían cenizas ni se producirían episodios sísmicos), algunos comentarios y quizá algunas actitudes demasiado «modernas». Hay que decir, que la Roma que aparece, incluso a vista de pájaro, en general es bastante fidedigna, al margen de una curia senatorial que a saber de dónde han sacado o ese Coliseo con el cuarto piso ya añadido, como mencionábamos antes, y que lucen bien tanto el anfiteatro como el Circo Máximo.
Pero todo ello no lastra –si acaso le da un toque de pintoresquismo y salsa en la que regodearse en comentarios e hilos en redes sociales; los caballos «andalusians», por ejemplo, o esa frase que Domiciano le dice a su padre: «cuando te asediaron en Alesia…»– un producto televisivo que funciona muy bien como tal, que entretiene de principio a fin y que deviene un divertimento ideal para desconectar en este agosto canicular. Es evidente que Los que van a morir de Amazon es una miniserie para nuestros tiempos –a todos los niveles, empezando por la imagen que se ofrece del período tratado y que se concibe, como todo producto audiovisual, más desde el presente que en relación al pasado que retrata–, del mismo modo que Ben-Hur (William Weyler, 1959) y Espartaco (Stanley Kubrick, 1960) fueron películas para aquellos tiempos (y aquellos espectadores). Y eso no es poco.
Cuando muere Vespaciano (Anthony Hopkins) la serie pierde todo interés y se transforma en una historia de negros ¡en Roma! Solo falta algún personaje oriental para ser woke total.